Crónica de Viaje: San Juan de los Lagos


De un tiempo para acá me ha dado la manía de viajar. Viajar por ninguna razón lógica, más por el puro gusto de hacerlo siempre que sea posible. Pero también por esa urgencia que de repente nos pega a todos por conocer y experimentar de primera mano aquellos destinos sobre los leemos en la vida. Convertir esas imágenes de papel en recuerdos reales. Esta vez la brújula apuntó a San Juan de los Lagos.
San Juan es una ciudad de la que ya se han escrito ríos de tinta aquí. Las historias de fe que guarda y la devoción de sus habitantes son de sobra conocidas. Por eso yo visité la ciudad con los ojos muy abiertos, para poder ver, escuchar, oler y probar todo aquello que se suele quedar fuera de las guías turísticas.
Debo hacer un alto antes de hablar de la ciudad, porque lo primero que vi fue su central camionera, y me decepcionó. Descuidada, solitaria y con pintura descarapelada, le daba más un aire a set de película de los Hermanos Almada y no a un destino turístico. No era, pues, la primera impresión que esperaba. Salvo un grupo de mujeres que aguardaban pacientes y en silencio la llegada del camión, en el recinto solamente había moscas revoloteando, en la búsqueda de algo sobre qué posarse.
Salí a la Avenida Luis Donaldo Colosio Murrieta y comencé a vagar por sus puestos de dulces y artesanías religiosas, preguntando a quien se dejara en qué dirección estaba el Centro de la ciudad (como el lector ya sospecha a estas alturas, yo no había estado nunca en San Juan de los Lagos). Los vendedores me señalaron el camino, y resalto dos cualidades que noté en los habitantes de San Juan: Una, son muy amables, y dos, son muy, pero muy pacientes con aquellos turistas que como yo, tenemos el GPS mental dañado y somos capaces de perdernos hasta dando la vuelta a la cuadra.
Comencé mi andar sin prisa rumbo al corazón de la ciudad. Estaba ante un mundo nuevo y quería disfrutarlo sin preocupaciones. Sus calles serpenteantes y estrechas resultaron la calistenia perfecta luego del viaje en el camión, al tiempo que me detuve a observar los cientos de tiendas de artesanías, colchas, tejidos, dulces, joyería, juguetes comida y hoteles que brotan camino al Centro —a veces en una misma casa puede encontrarse todo lo anterior—.
Pasé varias horas en el primer cuadro de la ciudad, paseando entre puestos donde los vendedores se esforzaban con su mejor sonrisa y discurso por vender medallitas, figuras de la virgen, joyería, antojitos y cajeta —de la que están muy orgullosos aquí—.
Tras un largo rato dándole vueltas, entré a la Catedral Basílica de San Juan de los Lagos, esa que había visto una y otra vez en fotos en internet, pero cuando estuve en persona, me quedé sin aliento. En parte por la belleza que se ve, pero también por la que es invisible, la que pertenece a los terrenos de la fe y la devoción absoluta. Observé a la Virgen y a sus fieles, hombres y mujeres de todas las edades. A los que van por el milagro y a los que pagan la manda. Ese día el recinto estaba lleno, de gente, de flores, de rezos y de amor.
Salí de la Catedral Basílica con los últimos suspiros de la tarde. Las ganas de explorar la ciudad de repente se fueron cuando vi a la gente y sentí me comencé a reflexionar en todo aquello que Guadalajara, como ciudad de dimensiones cada vez más grandes, ya no tiene. Mientras acá nos ahogamos con un tráfico que parece sacado de Mad-Max y el golpeteo de la maquinaria pesada nos hace sentir en el set de “Transformes 5: batalla por el Tren Ligero”, en San Juan de los Lagos están ajenos y felices. Me tocó ver a niños jugando en un pequeño trenecito en el primer cuadro de la ciudad, familias paseando por la Plaza de Armas por el puro placer de hacerlo y sin prisa por ir a ningún lado que no sea el encuentro de las amistades. Un lugar donde todos se saludan de forma cordial y las carcajadas brotan naturalmente. Mientras veía todo eso, me compré en un carrito callejero un pay con frutas que fue, de lejos, la cosa más suprema que he comido en mucho tiempo. El Sol se puso al tiempo que pensaba en que la manía por viajar llegó para quedarse.

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