El Diablo

Foto: Especial
 

Todo comienza como suelen iniciar las historias extrañas: Con un libro.

Apenas me había sentado a los pies de una de las columnas del Teatro Degollado para entregarme a la lectura cuando se me acercó un hombre cuyo rostro lucía las marcas de la edad. Delgado y de piel morena, toda surcada por violentas arrugas en el rostro y las manos. El cabello profundamente canoso, casi a rapa. Ojos grandes y vivos. Casi completamente chimuelo, salvo por un par de dientes que se asoman en los extremos. De 66 años, según confesó.

Me preguntó si yo no era de Mazatlán —“por mi madre te digo, tienes la misma cara de mi vecino”—. Le dije que no, pero le importó poco, porque él quería hablar. Y mucho. Comenzó a hablar de esa ciudad, su malecón, el calor, la gente, el mar, la música y el beisbol. Mucho beisbol. Me dijo que él era “El Diablo” Montoya, un legendario jugador de los Diablos del México.

“Yo fui bueno, ¡muy bueno! Jugaba de Center Fielder (jardín central) y tenía potencia en el brazo, para lanzar y batear. Me encantaba robarme las bases. ¡Tengo el récord de bases robadas! Te lo juro. Por mi madre. La gente me vitoreaba. Me daban ovaciones de pie. En México, aquí en Guadalajara, en Monterrey. Toda la gente pagaba por verme, me gritaban 'Diablo, Diablo, Diablo'....Me despedí ante miles y miles de personas”.

Su fantasía de verse ante esas “miles y miles de personas” gritando su apodo nada más se interrumpía por el hecho de volver a la triste realidad, donde el único que tenía enfrente era... un tipo con la cara de su vecino.

“Una vez —retomó—, nos tocó jugar en Aguascalientes, contra los Rieleros. Los viajes los hacíamos en camiones en aquella época. Estábamos cerquita, pero hubo un choque en la carretera y llegamos dos horas tarde para el partido. ¡La gente estaba encabronadísima! Los del sonido local jamás avisaron por qué nos demoramos tanto. Nos tomaron por huevones, nos chiflaban y mentaban la madre ¡durísimo!”.

“Nos tuvimos que cambiar y calentar en el camión. Llegamos madreadísimos, tanto que no alcancé a revisar la cerca del campo. Eso lo hacía siempre antes de los partidos, pero aquí fue llegar al estadio y directo al diamante. La cerca que dividía al campo de las gradas era de madera, viejísima y madreadísima. ¡Me arrepiento de no haberla revisado!”.

El Diablo Montoya hace una pausa en la narración. Se le asoman lágrimas en los ojos pero se las aguanta. Las ahoga en un suspiro y luego sigue.

“El partido iba normal, hasta que llegó un batazo en la tercer entrada y fui corriendo por la bola. ¡Yo era rapísimo! Yo siempre las veía que se movían en cámara lenta. La fui cazando. Me valía madre que me estrellara en la cerca porque me pasó muchas veces, ¡miles!”

“La atrapé sobre la cerca, me ¡aventé increíble! y la gente... ¡la gente estalló! Ellos pagaban por verme. ¡Yo era famoso! Gritaban mi nombre, aunque fueran del otro equipo, '¡Diablo, Diablo, Diablo!'”.

“Pero sentí un piquete horrible en el estómago. El peor dolor. ¡El peor! Tenía la bola en el guante, pero no me podía levantar. Cuando choqué con la cerca, me enterré un clavo así —hace con las manos el ademán de sostener un clavo invisible, como de 30 centímetros—. El uniforme y el pasto se manchó con sangre. La gente que me vitoreaba se quedó en silencio. Me acuerdo que me levantaron en camilla y escuchaba '¡El Diablo!, ¿qué le pasó?, ¡se está muriendo!”.

Se calla y lanza un suspiro. Me pregunta si ya había escuchado la historia. Le digo que no y sigue...

“Me llevaron al hospital, y por mi madre que tuve suerte. El clavo entró y salió limpio, sin dañar nada. Me lavaron y suturaron. ¡Yo me sentía bien!, así que me regresaron al hotel. Cuando llegó el equipo del partido, mis compañeros se me quedaban viendo, asustados, pero a mí me valía madre. Me sentía muy bien”.
“Al día siguiente, me levanté y me puse el uniforme como si nada. Nuestro coach era 'Cananea' Reyes. Me vio vestido para el partido y dijo, '¿a dónde vas? No, no cabrón, no vas a jugar'. Yo le insistí. Todo el camino al estadio estuve jode y jode, que me sentía bien. 'Cananea' le preguntó al médico y él, sin revisarme, dijo 'este hombre ama la camiseta'”.

Yo hubiera agregado que ese doctor odiaba a su profesión y a sus pacientes. Pero no me atreví a interrumpir, y prosiguió su relato, no sin antes preguntarme “¿seguro que no eres de Mazatlán? Me debes de conocer. Allá me conocen”.

“Bueno, y jugué. A huevo. La gente pagaba por verme, y cuando salí a la cancha las porras...las porras. No lo creerías. Creían que me había muerto, y allí estaba. ¡Me querían mucho!”.

“No te voy a hacer el cuento largo. En la quinta entrada, viene un batazo en mi dirección. Y yo corrí, como si nada. Me sentía perfecto. Y me aventé ¡y alcancé la bola! Fue out. A huevo. Pero caí sobre la herida y se me abrió. Me volvieron a sacar de la cancha, y desde lejos pude ver la cara del 'Cananea', furioso. Yo nada más me reía. Y escuchaba a la gente gritar...'¡Eres inmortal, Diablo, eres inmortal, cabrón'!...¿seguro que no eres de Mazatlán?”.

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